jueves, 29 de julio de 2010

La imagen: poderes y violencias

Por Leonor Arfuch

La imagen disputa a la cosa su presencia. Mientras que la cosa se contenta de ser, la imagen muestra que la cosa es y cómo es. La imagen es lo que saca a la cosa de su simple presencia para ponerla en pre-sencia (...) pero no una presencia "para un sujeto" sino "la presencia en tanto sujeto". Jean-Luc Nancy.

"Quien rechazaría hoy ver en la imagen el instrumento de un poder sobre los cuerpos y los espíritus?" se pregunta Marie-Jose Mondzian al comienzo de un libro con un título inquietante: “La imagen ¿puede matar?”. Introduce así un tema recurrente en lo que ha dado en llamarse "la era de la imagen", es decir, nuestro tiempo, donde parecemos vivir, pensar y actuar a través de las pantallas -de todas ellas- y de sus innúmeras refracciones en todos los espacios significantes. En efecto, el poder del "ver", como sentido que ha triunfado incontestablemente sobre todos los demás, se ha extendido a tal punto que las cosas del mundo -'esas que preexisten a nuestra existencia- se nos revelan casi sin sorpresa, bajo una forma de mirar modelada desde la más tierna infancia por el video y la televisión, ordenadas en espacios estéticos -y a menudo estáticos-, cada vez mías distantes de una plena experiencia sensorial. La ciudad, por ejemplo, se ofrece menos como conglomerado caótico y vibración del cuerpo que como constelación de imágenes trabajadas por el diseño -líneas arquitectónicas, trazado de las calles, señalización, vidrieras, objetos, anuncios, carteles, muchedumbres acordes con el flujo del mirar-, la naturaleza, por su parte, aparece ya domesticada, predispuesta al encuadre de la foto antes que al embeleso de la contemplación: el paisaje como presencia efímera -quizá apenas un alto en un tour- preanunciada en los folletos turísticos, los suplementos de los diarios, los films publicitarios, las paginas web...Los cuerpos, finalmente, también parecen haber perdido su consistencia y su diferencia, tallados de manera uniforme por la moda, la publicidad -y la violencia del comprar- , las dietas, la gimnasia, la sexualidad, la terapéutica…Tanto la imagen de si como la imagen del mundo han pasado, inevitablemente, por el registro de la visibilidad.

Es esa proliferación de lo visible, de aquello que emerge bajo los cánones de una visualidad conformada, estereotípica, diseñada -no parece ya haber imágenes "ingenuas", que no respondan a estilos y tendencias determinados- lo que ha llevado tanto a la caracterización de la 'época -es común hablar de "cultura" y hasta de "civilización" de la imagen- como a su problematización: desde hace décadas, distintos pensadores se han ocupado -y preocupado- ante esa especie de desmaterialización del mundo que supone su transformación en imagen y sobre todo en imagen capaz de repetirse al infinito. Así, el teórico alemán Walter Benjamin aludía a la pérdida del aura de la obra de arte -su unicidad en tanto original- a partir de la posibilidad de su reproducción técnica en cualquier superficie -láminas, ilustraciones, objetos de toda especie-, otros críticos analizaron la experiencia perturbadora que trajo aparejada el cine para los primeros espectadores, en tanto introducía una distancia con la (única) realidad a la que hasta entonces estaban acostumbrados y la reemplazaba por una nueva "presencia" de extraños cuerpos y objetos en movimiento. Tan fuerte fue esa impronta en la percepción visual que hoy podríamos decir que nuestra mirada es la del cine, a tal punto entrenada en encuadres, planos y ritmos que otro filosofo contemporáneo, Paul Virilio, propuso una equivalencia entre "mirar" y "filmar" , es decir, "ver" el mundo a través de los ojos del cine. Por su parte, Jean Baudrillard, en los años '70, cuando la televisión de masas y los mundos de la simulación tecnológica como Disneylandia hacían su irrupción victoriosa, acuño el concepto de "simulacro" para aludir críticamente a esa nueva realidad que aparecía como "más real que lo real".

Sin embargo, la cuestión de la imagen se remonta mucho mas atrás, a los antiguos griegos y a los principios mismos de las grandes religiones de Occidente: como interdicción absoluta de la imagen de Dios -y por ende, como sospecha ante la imagen en general- para los hebreos, como prohibición primero y celebración después, para los cristianos, en el tránsito entre la primitiva condena del fetichismo y la idolatría que suponía el nuevo monoteísmo y el ulterior despliegue de la imagen en el que se asentó el poderío universal de la Iglesia. Así, el poder de la imagen fue comprendido muy tempranamente: como imposición de autoridad -no otra cosa es el complejo ceremonial visual que acompaña en los ritos todas las investiduras, desde el cura párroco hasta el papa- , como encarnación del Padre ausente en la figura del Hijo -o en una humanización que, como las de los santos, fue violentamente rechazada por la Reforma protestante. La pugna entre lo visible y lo invisible, entre lo representable y lo irrepresentable, entre la condena y la exaltación -y también, entre la desconfianza de la imagen y la confianza en la palabra- , quedaba así instituida como uno de los dilemas de Occidente: sus ecos resuenan todavía hoy en los argumentos en torno de la primacía, y aun, la violencia de la imagen.

Quizá de una cierta lectura de los griegos -Platón, Aristóteles- deriva la idea de la imagen como mimesis, reflejo, representación, copia de segundo grado respecto del original -la cosa, el acontecimiento- y por ende, imposibilitada de ofrecer la verdadera dimensión del mundo. Sin embargo, en la interpretación que el filosofo Paul Ricoeur hace de la mimesis, 'esta no supone meramente una "copia" sino un modo de hacer ver "el mundo como en acto, los individuos como haciendo", es decir, no ya la ausencia absoluta de realidad sino una suerte de presencia, un hacer-ver performativo, que construye una realidad-otra, distinta pero no "inferior". La pintura, desde sus comienzos como arte religioso, educativo, es elocuente al respecto: eran sus propias convenciones de representación las que daban forma y sentido a las prácticas de los feligreses, y no una supuesta "anterioridad" de las mismas que ellas vendrían a reflejar. (Baxandall)

La oscilación entre presencia y ausencia así como una cierta impronta de sacralidad han quedado desde entonces asociadas naturalmente a la imagen -prueba de ello, la fotografía, sobre todo la que atesora el álbum familiar, con los seres queridos que están o ya no están. Objeto de reverencia o de adoración, de temor o de abominación, de ira o de tristeza, su valor guarda estrecha relación con los afectos, con la pasión, y por cierto, con el deseo: el deseo de ver, desde la imposibilidad de la imagen de Dios que agitaba a los antiguos hasta la pulsión escópica contemporánea, que no parece saciarse nunca en el continuo de la visibilidad.

¿Hay diferencia entre las imágenes del arte -de todas las artes visuales- o la fotografía -familiar, periodística, documental, artística- y el asedio constante al que estamos sometidos por la publicidad, la televisión y toda suerte de "juegos" electrónicos donde la imagen es solo un señuelo de seducción y/o de violencia? Podríamos estar de acuerdo en una respuesta afirmativa: mientras que las primeras nos proponen una lectura sin tiempo -o mejor, con nuestro propio tiempo-, las segundas nos someten a un acoso visual, auditivo, perceptivo, con la tiranía de su tiempo. Pero hay aún otras diferencias: el cómo y el para qué de unas y otras imágenes, qué ofrecen y que solicitan de nosotros. La autora francesa que citamos al principio propone una distinción entre imagen y visibilidad, la primera estimularía una recepción tendiente al conocimiento, la sensibilización, la reflexión, la segunda tendería a la seducción, la fascinación, a tornarnos sujetos irreflexivos, cautivos de nuevas idolatrías.

También podríamos preguntarnos si el poder de la imagen consiste en lo que muestra -y entonces, con voluntad terapéutica, intentar dejar ciertas cosas fuera de la visualidad, ya sea como padres, educadores o comunicadores sociales. Y aquí la respuesta, desde un punto de vista teórico, es negativa: no es lo que muestra una imagen lo que hace a su poder, a su impacto, a su valoración posible, sino, una vez más, el cómo, en qué contexto, con qué fines, dentro de qué lógica esa imagen ofrece a ver. Diferencia entre arte y pornografía, por ejemplo, o entre documentalismo y sensacionalismo, o entre testimonio y voyeurismo.

Estos interrogantes son particularmente relevantes ante la imagen traumática, cuyo impacto es decisivo en nuestras sociedades globalizadas. La tragedia de guerras, masacres, genocidios, atentados terroristas, catástrofes naturales y accidentes de todo tipo invade las pantallas cotidianamente poniéndonos "frente al dolor de los demás", según la expresión de la escritora Susan Sontag. Y aquí, si bien se trata de realidades que tienen lugar en distintas regiones del mundo -y también, por cierto, en nuestra propia tierra- la imagen que tenemos de ellas son producto de la construcción mediática: enfoques, encuadres, flujos, reiteraciones, focalizaciones, comentarios...son muy complejos los mecanismos de puesta en escena de la noticia y la manera en que dialogan con otros registros de la actualidad. Esta complejidad requiere, de nuestra parte, un verdadero esfuerzo de análisis e interpretación: si bien no debemos negarnos, en virtud de esa construcción, siempre arbitraria, a conmovernos o compadecernos, tenemos que ir, sobre todo como educadores, un poco más allá, afinando la lectura sobre el modo en que esas imágenes se nos dan a ver y qué solicitan de nosotros, qué nos piden, como sugería un conocido teórico. En primer lugar, que les reconozcamos su estatuto particular, su identidad de sujetos complejos y no de meras "cosas", luego, que atendamos a la fluctuación entre lo que muestran y lo que ocultan, su distancia respecto del acontecimiento que las inspira pero también su peculiar relación con éste. Porque lo que una imagen (nos) hace ver quizá hubiera resultado invisible si hubiéramos estado allí.

Pero además de este reconocimiento, de nuestra compasión o nuestro espanto, hay algo más que podemos ofrecer como respuesta -y allí está justamente el poder, la fuerza de la imagen, en lo que es capaz de producir en su perceptor-, un movimiento tanto de la afectividad como de la inteligencia, una reflexión que vaya más allá de ella misma, que nos coloque en una dimensión ética frente a ese dolor, y que esa postura pueda traducirse en algún tipo de acción, en el aula, en la vida, en el pensamiento... A esa postura reflexiva y crítica, que intenta hacerse cargo de lo que ve más allá de la fascinación, el horror o el lamento, podríamos definirla como "responsabilidad de la mirada", que es también responsabilidad por el otro/lo otro que se mira.

Si los medios de comunicación suelen abusar de la imagen traumática por la repetición, la insistencia morbosa en el detalle, el énfasis narrativo -aguzando así el deseo de ver aún mas- otras imágenes de violencia atraviesan las pantallas, del cine a la televisión, de la Internet a los juegos electrónicos. Realistas o ficcionales, esas imágenes expresan claramente el tono y el ritmo en que vivimos, en tanto van acompañadas de una sonorización particular, que es a veces la que manifiesta la mayor violencia. Y aquí, retomando la pregunta del principio, podríamos intentar responderla: por cierto que la imagen, en si misma, no puede matar -ver un crimen no transforma a nadie en asesino- pero es sin duda el uso de la imagen, su intensidad, su direccionalidad, lo que puede producir efectos indeseados, atizar las "pasiones tristes" como diría el filosofo Spinoza, que alientan la melancolía, el resentimiento, la agresividad, el odio, la venganza...

En el juego de la visibilidad generalizada, que parece no dejar nada afuera, ni la intimidad más recóndita ni el horror ni la abyección, no hay imágenes "buenas" o "malas" según lo que muestran -tampoco el ver escenas del paraíso nos transforma en ángeles- sino en todo caso, responsabilidades compartidas: entre los que producen las imágenes y las ponen bajo nuestros ojos de acuerdo a modalidades y dinámicas específicas y nuestra propia responsabilidad al mirar y ser mirados, porque toda imagen, como el espejo de Narciso, nos devuelve también nuestro propio rostro.


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